En los años 60–70, el etólogo John B. Calhoun diseñó lo que llamó el experimento Universe 25: un recinto cerrado que ofrecía a una población de ratones alimento, agua y refugio ilimitados —o sea, un “paraíso” material. Al principio la colonia prosperó: crecimiento acelerado, sensación de abundancia y aparente estabilidad. Pero con el paso del tiempo surgieron conductas disfuncionales: agresividad fuera de lugar, aislamiento social, pérdida de interés por la progenie y por la vida social, colapso en las relaciones y —finalmente— el declive poblacional hasta la extinción local, pese a que los recursos materiales seguían disponibles. Para quien quiera una lectura divulgativa clara, National Geographic tiene un artículo sobre ese experimento (link al final).
Esa historia funciona muy bien como metáfora política porque muestra algo que a veces olvidamos: no alcanza con lo material. La mera abundancia de recursos no garantiza la salud social si las reglas, las responsabilidades, los incentivos y la cultura están corroídos. El éxodo de valores y la degradación de vínculos sociales pueden pulverizar cualquier “paraíso” si la arquitectura institucional y cultural no acompaña.
Ahora pensemos en el kirchnerismo desde ese ángulo. Como movimiento político, el kirchnerismo (que comienza a poner su sello de forma visible con Néstor Kirchner en 2003 y continúa con Cristina Fernández en 2007–2015) llegó al poder con promesas claras: inclusión social, reparación, reindustrialización y mayor protagonismo del Estado para corregir desigualdades históricas. Ese arranque tuvo correlatos concretos: recuperación económica en ciertos períodos, alto gasto social y protagonismo estatal en la agenda pública.
Pero la metáfora del Universo 25 empieza a hacerse visible cuando analizamos lo ocurrido después: una dinámica donde la provisión de subsidios, programas y beneficios —sin un ancla institucional fuerte que premie transparencia, competencia productiva y reglas claras— terminó generando efectos negativos. A la proliferación de clientelismos y redes de poder se sumaron crisis de confianza, escándalos de corrupción y una polarización política que, en vez de construir ciudadanía, profundizó la división. Señales y hechos públicos han marcado ese deterioro en distintas etapas.
No digo que todo sea blanco o negro. Muchas políticas sociales implementadas en esos años ayudaron a familias y sectores que estaban postergados; es indudable que hubo avances materiales para mucha gente. Pero la pregunta que deja el experimento de Calhoun es dura y necesaria: ¿qué pasa cuando el sistema entrega recursos pero falla en reproducir los lazos, las responsabilidades y las instituciones que hacen sustentable una sociedad? ¿Qué ocurre cuando la maquinaria pública prioriza la supervivencia del aparato por sobre la reproducción de condiciones reales de progreso y movilidad social?
El peligro del “paraíso servido” es que puede propiciar comodidad improductiva: quienes deberían ser motores de trabajo y creación ven reemplazada su iniciativa por una oferta de corto plazo; la meritocracia (entendida como estímulo al esfuerzo) se vuelve anémica; y la política se transforma, en demasiados casos, en una fábrica de recursos distribuidos según lealtades, más que según eficiencia o justicia. Ahí aparecen comportamientos que se parecen a los observados por Calhoun: desidia, fragmentación social y un ciclo de dependencia que erosiona la posibilidad de un progreso sostenido.
Otro efecto paralelo fue la erosión de la confianza en las instituciones —desde la transparencia en la contratación pública hasta la independencia de ciertos poderes— que, cuando se fracturan, generan resentimiento y radicalización de bandos. Ese ambiente no solo empobrece la política; también empobrece la vida cívica: menos asociaciones civiles robustas, menos espacios de encuentro plural y menos capacidad de resolver conflictos por vías institucionales. El resultado es una sociedad con recursos, sí, pero con menos tejido social y menos futuro compartido.
La lección no es unívoca ni tiene una única aplicación práctica: no es un llamado a borrar las políticas sociales, sino a corregir la arquitectura que las sostiene. Una sociedad sana combina ayuda con exigencia, protección con estímulo a la producción, integración con normas claras. Es decir: políticas públicas que no solo entreguen bienes, sino que también fomenten trabajo, formación, transparencia, competencia y responsabilidad. Sin eso, la abundancia se puede convertir en anestesia social.
En términos políticos concretos, la reflexión vale tanto para quienes gobiernan como para quienes opositan: hay que evaluar medidas por su impacto a largo plazo y por cómo modifican incentivos y instituciones; y hay que exigir rendición de cuentas real, no gestos de papel. Mientras las prácticas que premian la concentración de poder y la opacidad persistan, corremos el riesgo de reproducir —en clave humana— los mismos patrones autodestructivos que Calhoun observó en su laboratorio.
Para cerrar: la metáfora del “Universo 25” nos obliga a mirar más allá del reparto inmediato. Nos obliga a pensar en modelo de país: uno donde la dignidad se traduzca en trabajo digno, movilidad real y oportunidades sostenibles; uno donde el Estado sea garante y facilitador, no sustituto permanente de la iniciativa privada y comunitaria; uno donde la ética pública y la transparencia sean asumidas como no negociables. Si no corregimos la arquitectura, corremos el riesgo de convertir abundancia material en decadencia social.












